El médico y el dolor que no supo diagnosticar…

Hay frases que no cierran, aunque aparezcan en los cierres. Algunas se deslizan en un reel de campaña como si fueran parte de un libreto menor, pero contienen, bajo su superficie, el peso de una década de poder malgastado. Dijo el médico: “Todavía faltan cosas por metabolizar en la sociedad. Dolores por frustraciones individuales, por cosas que no hemos podido resolver, y dolores relacionados con lo social.”
No es solo una frase; es un síntoma. No de lo que padece la sociedad, sino de lo que no ha querido reconocer quien la pronuncia. ¿Qué es eso que no se ha podido metabolizar? ¿El fracaso, la decepción, el retroceso? ¿De quién habla cuando dice “Hemos”? ¿Del pueblo o de su propio gabinete?
Porque no se trata de una sociedad que no puede digerir, sino de un poder que no supo, o no quiso, cocinar a fuego lento el cambio que prometía. La metáfora médica funciona a medias: el cuerpo social no es un paciente pasivo, sino un organismo que recuerda. Y en estos diez años, lo que el pueblo ha acumulado no son toxinas, sino memoria.
El médico llegó con bisturí en mano. Decía venir a extirpar los tumores de la vieja política, a ventilar los pasillos viciados del Estado, a administrar con ética y manos limpias. Hablaba con autoridad quirúrgica, como si supiera exactamente dónde cortar, qué suturar, qué amputar. Pero pronto el bisturí se volvió pluma: firmó acuerdos con los mismos de siempre, sostuvo prácticas que antes condenaba, recicló discursos, inauguró obras que no eran suyas y toleró, cuando no promovió, las mismas lógicas que prometió desterrar. El bisturí se volvió estampa. La medicina fue placebo.
Ahora, al final de la ruta, habla de dolores. Pero lo hace con distancia, casi con frialdad clínica. Como si esos dolores fueran culpa de un metabolismo lento de la sociedad y no resultado directo de sus propias decisiones. No habla del dolor de haber confiado, del dolor de quienes militaron para un proyecto que se desdibujó, del dolor de lo que pudo ser y no fue. Habla del dolor como si hablara del clima. Lo describe, pero no lo asume.
Insiste, todavía, en hablar de comunidad como un proyecto por venir, como un gran desafío. Pero ¿Qué comunidad se construye sin ética? ¿Qué vínculos se tejen cuando el tejido social ha sido usado como red clientelar? ¿Cómo levantar algo nuevo si no se escuadró el rancho viejo?
Porque esa es la imagen más honesta de su gestión: una casa improvisada, con paredes desparejas, sin cimientos claros. Diez años sin escuadrar el rancho. Diez años con las herramientas en la mano, pero sin vocación real de corregir el plano. Había tiempo, había legitimidad, hubo oportunidades. Lo que faltó fue voluntad política.
Quizás, sin saberlo del todo, cuando habla de lo que duele, habla de sí mismo. Tal vez el dolor que menciona no es solo social, sino íntimo. El de saberse parte de una promesa traicionada. El de haber sido la esperanza de un cambio y haber terminado como otra pieza en el engranaje del desencanto. Porque hay un dolor que no se metaboliza: el de traicionarse sin poder admitirlo.
En esa frase final, más que un cierre, hay una fuga. Un intento de salir indemne del fracaso colectivo sin decir “Yo fallé”. Pero no hay comunidad posible si no hay asunción de responsabilidades. No se metaboliza lo que no se nombra. Y no se cura lo que no se diagnostica.
Al final, el médico no ofreció una cura, sino una excusa. Habló de lo que no se ha podido resolver, como si todo se tratara de una digestión lenta y no de una enfermedad sistémica. Como si el problema fuera la impaciencia social y no la falta de coraje político.
Lo que deja su paso por el gobierno no es un legado, sino un silencio espeso, una serie de deudas éticas. Y una certeza amarga: que la política, cuando se ejerce sin convicción transformadora, no solo no sana… termina enfermando más.

Redacción: Fm 98.7 “Un nuevo concvepto en radio”